Me mantuve firme ante el propósito de negar la realidad. Cuando al recoger los desperfectos de aquel catastrófico portazo, días después, encontré tu firma en mi reflejo.
¿Porqué aquella mancha de carmín iba a durar más que nuestra historia? Aquel beso rojo en el espejo parecía burlarse de mí todas las mañanas. Y yo, personalizando la eternidad de un tú y yo en él, rodeaba cada domingo de limpieza con el paño húmedo tus labios, pensando que mientras ellos no desaparecieran, nosotros estábamos vivos en algún lado.
Ni las flores, ni el sermón, ni las palabras de despedida de los familiares más cercanos. Tampoco la piedra con tu nombre y dos años limitando lo que no se puede limitar. Principio y fin. Nacimiento y muerte. Como si en esos treinta y dos años fuese en los únicos que tus propios amigos te permitirían vivir. Como si después del dos mil dieciséis ya no existieras. Ya no estás. Ya no eres. Se acabó, cerramos paréntesis. Ya se fue.
Me niego a pensar que el olvido, que conseguirlo es conseguir la nada, hiciese de agujero negro a tu paso por el mundo. Me niego a borrar tu carmín de mi espejo, me niego a no pararme frente a él con la mejilla estratégicamente colocada para recibir tu beso cada mañana y cada noche.
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