Fin de la carrera. La meta.

Todo lo bueno se acaba. Y la verdad es que en el fondo las listas y los balances me gustan bantante. Por eso dar un discurso por toda la promoción no me importó, porque de todas formas para pasar página siempre busco hallar el mejor de losresúmenes. Nunca lo encuentro, pero intento coser los retales que han ido sobrando, sin prisa, y encajar los porqués.

Todavía no he pasado la fase de negación, y sigo sin acabar de aceptar que la universidad se ha acabado. Quizás los exámenes pendientes hagan de colchón. Y también puede que ser consciente de que el duelo va a ser largo ayude a la causa.

Para cualquiera quizás sea una tontería, sobre todo para aquellos que aún no hayan terminado la universidad, o no hayan llegado a ella. Jamás eché de menos el colegio o el instituto. Pero esto es diferente.
Para mí pensar en que estos cinco años han volado ya, significa llorera, enfado, y ganas de volver a empezar. De que llegue septiembre y volvamos morenos a encontrarnos por los pasillos de esa facultad, fresquita, y empieces a ver a gente que no te ha dado tiempo a echar de menos porque sabías que estaban cerca, seguros y a la vuelta de la esquina un curso más.
De tener exámenes en los que preguntar qué tal las vacaciones, cuál es su quiniela, si se han matriculado en lo mismo que tú, si han ido a la playa... Si han sido felices.
Ahora es imposible que todos volvamos a esa normalidad, a esa amistad espontánea que nos otorgan los dieciocho, la novedad, la soledad en una ciudad que te permite reinventarte y ser alguien totalmente nuevo, quien quieras ser. De volverte adulto al ritmo que aprendes a cocinar, a trasnochar, a estudiar, a cantar, a beber, a querer.
Pasarte la vida en pisos desconocidos, en salas de cociertos, en bares sin música y con mucho ruido, en terrazas, en aulas vacías, poco y muy vividas a la vez, con lecciones e historias nómadas de una hora de duración.

Porque después de estos cinco años no recuerdo ni siquiera cómo era el día que entré por la puerta de la facultad con un miedo terrible a no encajar. Y es que ahora ya no tengo ese temor que parecía innato. Ya no temo. Sólo conozco y me dejo conocer.
Porque después de estos cinco años ya no me levanto sin ganas de escuchar a un profesor ajeno contando algo que no me interesa. Porque ahora todo lo que estudio lo elijo yo. Lo disfruto y lo aprendo.
Después de estos años, de estos cinco cortos años, tengo amigos que nunca van a dejar de curarme las heridas, tengo fotos que tienen olor, sabor y calor. Más lecciones que las que aparecían en unos libros que nunca pensé manosear.
Porque empecé en Santiago con una cabeza y un corazón vacíos. Y sin darme apenas cuenta fueron colmándose de experiencia, de seguridad. De madurez.

Cada junio cerraba la puerta de un piso con pena por los recuerdos que se quedaban, pero sin este temblor de piernas que ahora tengo pensando en volver a hacerlo. Porque sabía que habría un septiembre caluroso, lleno de nuevos planes, y que la lista de cosas pendientes tenía una prórroga en el calendario.
Ahora quedan apenas quince días de cajas, apuntes y un congelador medio lleno de comida que siempre dejé para más tarde.
Y ojalá la fase de negación me durase para siempre, porque no quiero pensar en que el Momo no volverá a verme un jueves sin prisa para volver a un piso congelado, ni que Apolo no volverá a mirarme a las tres de la mañana con ganas de conocerme, mientras corro a casa con mi carpeta después de cerrar la biblioteca.
Porque prefiero negarme a mí misma que este septiembre estaré sola de nuevo, en otra ciudad, con nuevos proyectos que comenzar, sin la comodidad que dan las botas y el paraguas; rodeada de nuevo de gente desconocida, y echando de menos lo conocido, lo seguro.
La ciudad que, siempre fría, me llenaba de calor.

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