Ella


Ella desafiaba a todos los que alguna vez habían escrito sobre la belleza.

Las gotas de lluvia, adormiladas en su pelo y en sus pestañas, que las mecían con sus parpadeos; creo que la querían tanto como yo.
La observaba suspirar y parecía que hasta el aire que salía y entraba de su boca danzaba por la habitación como un personaje más de aquella escena. Solamente supe dejar de respirar yo, para regalarle todo el aire. Para no interrumpir aquel espectáculo.
Y aquella noche la tormenta, que empapaba las calles, parecía helarnos a nosotros aún más en aquel salón. Y aún así, entre tiritonas, las manos me ardían, colgadas de los brazos más incapaces de actuar de la historia. Resignados, esperando a que, entre los versos de Sam Cooke que sonaban de fondo, se escuchase su declaración.

Yo no pude interrumpir todo aquel gentío que se disipaba en el aire de la casa; de sonidos, tactos. Entre el olor de la despedida y el sabor de su piel mojada.
No pude, ni supe, pedirle que me insuflara vida. No fui capaz de rogarle que se quedase. Aunque sabía que había vuelto para algo más que para repetirme el mismo adiós de días antes. Pero no alcancé más que a mirarla y admirarla. Esperando que ella supiese romper aquel silencio.

Cuando me había conformado con saborearlo todo en aquel pequeño mundo nuestro, congelado; musitó, acobardada:

- Tengo que irme. Lo siento.

Y el mundo volvió a girar, la vida se descongeló. Y a mi solo me quedaron dos manos inútiles, otra vez heladas, y los pies clavados a un mundo que volvía a moverse y no esperaba a que yo cogiese ritmo.

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