Mi primer síntoma fue allá por 1996 cuando lloré con la crueldad humana por primera vez. El colegio decidió llevarnos a un zoo y, cuando pasamos por la jaula de los monos, yo solamente veía a dos seres casi como yo esperando la siguiente humillación. Una profesora decidió que era una buena idea lanzar piedras a aquellos prisioneros, mientras yo me agarraba a los barrotes y les miraba como si les pidiese perdón en nombre toda la humanidad. Ellos solo ponían sus manos sobre su cara, como lo haría cualquiera de nosotros cuando, sin escapatoria, nos humillasen de 9 a 21h de lunes a domingo, festivos incluidos.
La siguiente vez que noté ese pinchazo en el estómago fue unos años después, no muchos, quizás dos o tres. Cuando, tras muchos déjà vu, dejé de creer a mi abuela cuando al preguntar por los bebés de la gatita, me contaba la historia sempiterna de que se habían ido sin avisar. Sobre todo porque veía a la gata volver, al nido donde los había dejado, y llorar desconsolada durante días.
También noté un dolor fuerte en el pecho cada vez que aparecía por mi colegio un perro solo. Cuando mi primer reflejo era mirar a los lados para ver si venía solo, angustiarme cuando no encontraba a nadie y tenía que irme viendo cómo me miraba.
Lo bueno de esta dolencia es que también te causa alegrías. Recuerdo cómo mi madre, quien me ha traspasado esta enfermedad (congénita), me enseñó a devolver la generosidad que ellos dan. Cuando encontrábamos un pájaro herid y le cuidábamos en casa, con mimos y comida. Y sí, en una jaula, pero para luego soltarlo y verle volar libre, y disfrutar con esos primeros aleteos como si fuesen los míos.
Era en esas situaciones donde me percataba de que lo que yo padecía no lo padecían todos los niños. Porque mi felicidad no era entendida. ¿Cómo va a hacerte feliz dejar escapar a un pajarito tan bonito? Sí, esa felicidad infinita, esa inocencia de una niña, ese amor por la libertad ajena, inspiró el tatuaje que ahora me veo todos los días cuando alzo las manos.
También cuando un perro, al que encuentras al entrar por la puerta de una perrera, que ha sufrido abandonos, bolsas de basura en contenedores, palos en la espalda y patadas en su estómago, te mira con los ojos del ser más inocente del mundo y te desarma por completo. Y te cuenta día a día que es como tú, que no le rescataste, que te rescató él a ti.
Él te cubre de besos aunque no hayas hecho aún nada para merecerlos. Él te enseña que es como tú, que siente más y mejor que tú, y que no hay mascotas y comida, que todos son lo mismo. Y que el necio es el que se ríe de que tú lo hayas descubierto ya.
Sé que es crónico, porque cada vez que estrenaban una película con animales evitaba verla, por si no acababa bien. Porque, a pesar de que la vida suele curtirte, nunca tuve los suficientes anticuerpos para no taparme la cara al ver un gato en la autopista, para sonreír cuando me invitaban a una casa ajena y un perro estaba atado con una cadena en un rincón con la arena excavada de dormir, comer y malvivir en el mismo metro cuadrado.
Nunca recuperé la salud suficiente para no llorar cada vez que recuerdo a alguno de mis amigos, mal llamados mascotas, esos que se fueron después de darme todo el amor que eran capaces de reunir. Llorarlos incluso más que a las personas.
Y siempre padecí algún mal que me impedía justificar porqué los toros no y la carne sí. Por eso admití el tratamiento, aunque nunca sea 100% efectivo, pero sí me otorga una calidad de vida inmejorable: ser consecuente con lo que pienso. O intentarlo.
No importa las caras de rechazo, las bromas sobre mi plato de comida, los prejuicios de quien nadie ha pedido opinión o las veces que al salir a comer fuera de casa seas la rara que tiene que mirar el menú antes de sentarse, o aclarar que un sándwich con atún no es vegetal.
Ya no me como a quien respeto.
No me visto con la piel de quien amo.
No pruebo en el cuerpo de mi semejante lo que quiero para maquillar la mía.
No mato.
No humillo.
Sigo enferma, sigue doliéndome todo lo que os cuento, siguen escociéndome el alma Okja, Hachiko, Earthlings, Excalibur, Laika, Margarita...
Pero al menos a los síntomas he borrado desde hace dos años la culpa.
Y lo que no está en mi mano, ya lo iré cambiando como pueda.
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