Todos los que hacen el Camino de Santiago terminan emocionados, sintiendo algo inexplicable que siempre comentan “hay que vivir para entender”. Si en tres días y medio yo sentí algo inexplicable, no quiero ni imaginarme salir de Roncesvalles.
Porque pensé, reflexioné, y me di cuenta de que si no lo hacía por un motivo tan importante como el futuro, mi futuro, ese que ahora ni de broma tenemos asegurado a todo riesgo, nunca iba a tener una verdadera razón para caminar hasta Compostela.
Y es que realmente es lo que hoy toca, caminar hacia delante sin saber exactamente cuando termina la etapa, si al final tendremos recompensa o si simplemente nos quedaremos con el orgullo del deber cumplido y las experiencias que las piedras y las ampollas nos vayan regalando.
Llegamos a un Santiago que una vez más me ha dado la bienvenida con un sol increíble, con un montón de compañeros que ni conocía ni creo que vuelva a ver, pero que pensaron que podíamos necesitar. Y acertaron. Nunca somos demasiados.
Gritamos, sonreímos, lloramos, nos quejamos, nos dolimos y al final, solamente sabíamos querernos un poco más entre nosotros.
Para quien no lo sepa, nuestra razón para caminar es la de todos: el mañana. Somos una minoría que nadie escucha por eso, por minoría. Porque hoy en día el mundo se mueve por cantidades, casi siempre monetarias, pero también de personas. Y una minoría dicen que se respeta, pero no se escucha, porque grita bajito.
Soy afortunada. Porque entre mil y un nos, consejos de tirar la toalla, de elegir otra carrera... me lancé a estudiar la segunda. Me lancé a una nueva ciudad. Me arriesgué a equivocarme una vez más, a una edad en la que normalmente la gente te recomienda acertar ya a la primera.
Y conocí profesores, por fin, después de mil años, que quieren saber quién eres. Que les interesa saber lo que buscas, lo que entiendes, lo que no quieres a veces. Que adoran hacer lo que hacen, que les apasiona que tú también lo ames. Que se mojan el culo en tiempos donde la gran mayoría lo lleva a salvo. Y lo hacen por tus derechos, no por los suyos.
Conocí a compañeros que me prestaron sus tiritas, su quinesio, sus manos, incluso sus zapatillas.
Aprendí que aunque todo el mundo crea que este país está lleno de veneno y rencores, de gente irascible y poco solidaria, sobran compañeros, aunque no sean tus amigos - todavía - , que se sientan contigo, que caminan contigo y con los mismos objetivos que tú.
Por eso, gente como los que hoy se creen con derecho a quitarnos el sueldo para subirse el suyo, los que me dicen cémo vivir mi vida cuando yo pago la suya, los que se hacen los sordos en un edificio del que saben menos que yo, en un despacho impoluto, que limpia una señora con dos hijos en paro y dos nietos sin comedor en el colegio, los que engañan con medias tintas a la mayoría de borregos que vota en este país a los que saben que les azotan y les azotarán de nuevo, los zorros con un disfraz cutre que se ofrecen a cuidar mis gallinas, me dan asco. Me dan asco y pena.
Nuestros pies, después del camino, estaban llenos de tierra nada más. Pero ellos están sucios de por vida: Seguramente no conocieron ni conocerán el compañerismo, las ganas de algo mejor, seguramente no hayan conseguido nada de verdad en su vida y vivan por y para quitarle a los demás lo que se supone es inalienable. Pero qué poco valen hoy las palabras ¿no?
Jesús Vázquez Abad, no vas a leer esto, y también me das pena. Seguirás sin saber lo bonito que es caminar, sin dudar, aunque no sepas a dónde llegarás.
A mí no me importa, me quedo con los hechos, con los gritos y las pancartas que hicimos entre todos, con las sonrisas que teníamos después de tres días durmiendo en el suelo, con las marcas que se quedarán en mis pies por un tiempo para recordarme que la vida tiene cosas que nadie va a poder recortarme.
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