Recuerdo que en casa de mis abuelos había una caracola rosada. Enorme. Nunca entendí qué hacía allí ni de dónde había salido, porque ni la casa está cerca del mar ni ninguno de mis abuelos nació en la costa. Algún día le preguntaré a mi abuela qué hace allí...
El caso es que siempre que llegaba a su casa, corría al salón para cogerla y ponérmela en el oído. Y escuchar... “el mar”.
Un día mi primo mayor me sacó de mi engaño, mi dulce engaño, explicándome que lo que escuchaba era el aire, y que en esa caracola no había ni un solo grano de arena de ningún mar.
Creo que aquel día odié tanto a mi primo que deseé no verle nunca más. A mis escasos seis años, la gente se estaba empeñando en cargarse todos aquellos mitos fantásticos que hacían la vida de una niña realmente mágica. El ratoncito Pérez, los reyes magos, los trucos de magia cutres... y muchas veces el Peter Pan que llevamos dentro, después de los primeros desamores con nuestras fantasías infantiles, decide volverse escéptico y ya no creerse a la primera todas las historias que nos cuentan. Y cuando a algún amigo de la familia que quiere hacerse el gracioso, le da por hacerte el truco de robarte la nariz, te lo piensas dos veces antes de abrir la boca asombrada y te tocas la cara para comprobar si sigues teniéndola en su sitio de siempre.
Y te enfadas, te enfadas por que te vean tan estúpida, y porque te hayan robado las ganas de creer. Supongo que en eso consiste a veces también eso que llaman crecer. Al fin y al cabo creer y crecer solamente se diferencian en una letra.

Pero la cuestión es que siempre nos gusta más una hermosa mentira que la sencilla y poco mágica realidad. Ya se sabe, ojos que no ven... Y es que el ser humano se empeña en pintar su vida con los colores de la mentira; esa a la que cuando es piadosa se llama “fantasía”, que parece una palabra más bonita para lo mismo: el embuste.
Por eso; como dice Mejide, a las arrugas las llamamos señales del paso del tiempo; a los muertos en una guerra, bajas; y a los pisos sin paredes y hechos mierda, loft.
Las mentiras, que no son como la verdad, sino hechas a medida, molan más.
¿Cuántas lágrimas no habremos derramado cuando mamá nos contó que los regalos del árbol los dejaban ella y papá mientras nos despistaban con cualquier tontería? Las mismas que veinte años después cuando, tras mucho negártelo a tí mismo, tu pareja te dice que nunca ha estado realmente enamorada de ti y que se acabó. Las mismas que cuando no quieres ver que aquella pelea con un amigo ha sido culpa tuya. Las mismas, clavaditas, que cuando dices eso de “pero yo pensaba que...”.
Las mismas que te quitan las ganas de soñar, cada vez que en la vida te tropiezas con una caracola que no te susurra al oído el sonido de ningún mar.

by (c) martasuárez.

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