Historias para no dormir y sí soñar nº15

- Eres un cobarde - le gritó mientras lloraba - un egoísta y un cobarde.
Llevas un año lamentándote por haberla perdido, un año diciendo que la culpa de aquel accidente fue tuya y que sin ella no sabes vivir. Eres Don Miedo a quererte por si te pierdo, un ciego y un tonto que no ve que a su alrededor hay gente que también sufre como él. Porque te están perdiendo, te estoy perdiendo igual que tú la perdiste a ella y me está doliendo igual que te dolió a tí.
Eres un cobarde que tiene delante suya el abismo más importante de su vida, el que no puede dejar de saltar. Y aún teniendo las alas de todo el mundo en su espalda se niega a saltar, prefieres quedarte mirando al vacío eternamente en vez de lanzarte a ver de qué se trata, solamente por cobarde.
No puedes hacerme esto, no puedes decirme que te bese y luego decirme que tienes miedo a sentir lo que estás sintiendo. No, no me vengas ahora con abrazos de agua que se diluyen en cuanto los alcanzo, ni con besos buscando calor porque cuando me dices que han sido un error yo me quedo igual de vacía que tú dices estar. Hace mucho que descubrí que la verdad sobre Caperucita Roja es que ella se comió al lobo, asi que a mí no me engañas.
¿No quieres estar conmigo? Allá tú. ¿No quieres enamorarte? Siento decirte que eso no se elige, demasiado tarde.
Le miró a los ojos por un minuto y él le respondió con la misma mirada fija que antes de que empezase a hablar. Y se fue, sin mirar atrás. Él se quedó inmóvil mirando como se alejaba y dejando caer sus lágrimas sin hacer nada por evitar lo que estaba sucediendo.

Dos días comiendo toneladas de helado de chocolate y arrancando fotografías de la pared. Haberse enamorado de su mejor amigo, el peor error y el mayor amor de su vida. Era a él a quien llamaba en estos casos, y a él a quien estaba llorando, imposible consolarse en el hombro de lo que le dolía.
Cuando decidió comerse la segunda tonelada de helado, vio por debajo de la puerta aparecer un papel doblado.
Lo recogió y lo leyó. Con un muñeco sonriente ponía: "préstame tus alas".
Abrió la puerta apresuradamente mientras se limpiaba la boca de chocolate con el puño de la sudadera y se retiraba un mechón de pelo de la cara. Le buscó en la escalera con los ojos brillando, bajó corriendo esperando que estuviese allí todavía, que fuese él.
En el portal, de frente, con los brazos igual de caídos que la última vez que le vió y unas alas de cartón sobre la espalda estaba él. Lo miró de arriba a abajo y con la mano sobre la boca soltó una pequeña carcajada. Dio dos pasos hacia ella.

- Son tus alas, te las he cogido prestadas. - la abrazó. - Tranquila, - le acarició la mejilla - es sólo para saltar contigo al abismo, luego te las devuelvo.

(c) marta.

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