Se limpiaba las lágrimas una y otra vez para que no le empapasen la mirada, quería mirarle a los ojos a cada segundo y que no los cerrase.
Noa le tenía recostado en su pecho y su regazo, una mano le acariciaba el pelo de la sien, se metía entre sus rizos calmándole con las yemas de los dedos. Aunque necesitaba calmarse a sí misma. La otra mano tapaba temblorosa la herida.

Pablo empezó a temblar, los labios estaban morados y la sangre le salía a borbotones del costado.
- Ni se te ocurra, no te vayas Pablo... – sollozaba - otra vez no...
- Tengo frío, pequeña. – tiritaba su boca con una pequeña sonrisa y sus ojos la miraban luchando por no cerrarse – abrázame un poco más, anda.

Hacía años que se había ido por primera vez de su vida, cuando era todavía una niña caprichosa y el adiós le hizo madurar. Y ahora que volvía a tenerle entre sus huesos, se volvía a sentir como aquella niña, retrocedía cinco años.
- Escucha, escúchame – se seco las lágrimas e intentó sonreírle, buscó su mirada perdida – tienes que ponerte bien ¿vale? Tenemos que tirarnos de ese puente de una puta vez, me lo debes desde que cumplí los diecisiete y no estuviste para darme tu regalo, esa tarde de puenting. – Pablo sonrió.
- Yo siempre voy a estar cuando saltes, no hace falta que me tire contigo.
- Si, si hace falta – miró hacia los lados desesperada - ¿dónde está la puta ambulancia? ¡joder!
- Noa... – intentó incorporarse – mírame... te quiero ¿vale? Y eso no lo cambiaron cinco años ¿lo va a cambiar un trocito de metal en mi estómago? – sonrió y Noa le besó la frente mientras lloraba con todas sus fuerzas. – Esté aquí o en las Caimán, o en mi casa, o en la oficina, o de turno de noche, o en un coche, en una caja de pino... yo voy a estar contigo, lo he estado estos cinco años, te he seguido día y noche, aunque tu no lo notes yo estoy ahí.

Cogió aire y perdió las fuerzas para seguir hablándole. Lo había hecho con esa voz dulce y la mirada brillante de cuando se conocieron. Aquel estúpido y odioso vecino, el hermano de Sergio que tocaba la guitarra a las tantas y le dejaba notitas en la ventana, aquel que le explicaba porqué no podían verse los jueves como si le contase porqué ocurren las cosas más injustas. Pero ahora ella comprendía aquellas tonterías, y aun así necesitaba su mirada brillante para explicarle porqué tenía que volverse a ir.

- Pero me prometiste cogerme de la mano... agarrarnos para saltar.
- No va a estar mi mano, pero yo saltaré contigo, soy tu cuerda ¿recuerdas? ¿Qué cuerda vas a usar si no?


Todos los Puentes del Mundo” (fragmento)
Marta Suárez Cota

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