A mi perro, con los ojos marrones más azules

Dicen que la infancia es incalculablemente trascendental en nuestro futuro. Y yo añado que no nos damos cuenta de cuánto hasta que un día nos paramos frente al espejo y echamos la vista atrás.

Mi tío se fue de golpe cuando yo tenía casi nueve años. Me faltaban menos de dos meses. Unos meses antes, en mi comunión, le recuerdo callado y sentado a la mesa, con aquellos ojos azules tan brillantes que nunca me decían nada pero que fueron los que más me hablaron en una familia de silencios y secretos absurdos. Él y yo hablámos sin abrir la boca. Nos entendíamos sin necesidad de explicarnos. Nos cuidábamos sin tocarnos.

Fue en mi comunión cuando me regalaron un peluche que en su etiqueta ponía Trix. Me dormí con él todas las noches de mi vida, pensando que si algún día tenía un perro le llamaría así. Me dormí con él hasta hace cuatro, cuando el de verdad, negro como el peluche que me trajo mi tío de Cuba años antes, llegó a mi vida para cambiarla. Aquel peluche también tenía la barriga blanca. Aún lo conservo.

Mi tío era alguien que no llegué a conocer y en realidad sé exactamente cómo era. Quizás sea difícil de entender que una persona que ha pasado tan solo ocho años y medio en tu vida pueda seguir haciéndote temblar al recordarle con veinte más. Pero Luis no era una persona cualquiera.

A lo mejor la mitad de lo que creo saber de él me lo he ido fabricando con los años, llenando los huecos que creaban las preguntas que no podía resolver ya con él. Pero el hecho es que muchas cosas certeras sobre él, inconscientemente, ahora que me miro al espejo las veo en mí misma.

Mi tío me dejó la hermandad incondicional con un perro, como aquel que dejó muerto de tristeza al irse un abril, y que cuidé hasta que me dejaron como si fuese mi hijo, como haciéndolo en su nombre.

Heredé de él la felicidad de pasear sola, como si conociese mi rumbo pero sin pensar qué camino estoy escogiendo. El amor por la soledad, el uso sabio de los silencios y la rebeldía de no soportar que nadie, por mucho que lleve tu sangre, imponga la ley del silencio y meta los problemas debajo de la alfombra.

Él daba la cara, él era todo lo que no cabía esperar de un Suárez. Él era todo lo que los demás no querían aparentar. Era incómodo, era diferente. No se casó ni literal ni figuradamente con nadie. Vivía su vida, a su manera, era un niño grande que era feliz con patatas fritas. Era esa persona que todos llamaban reservado pero que a mí me contaba todo.

Recuerdo muy pocas cosas de mi infancia pero sin embargo a él lo recuerdo en mil y un momentos. Recuerdo su risa, recuerdo su cara seria que a otra niña le haría tener miedo y a mí me daba paz. Recuerdo cómo elegimos el nombre del perro que trajo mi prima a casa, recuerdo cómo me escondió de ver cómo alguien mataba a una camada de cachorros. Recuerdo cómo a mí nunca me gritó, nunca me habló mal, nunca me negó una sonrisa. Y yo sabía que a otro le hubiese dado un garrotazo.

Recuerdo cómo decían "a Luis no le gustan los niños", pero a mí me llevaba de la mano cada mañana por el monte. Él, un perro y yo. En silencio, sin llenar los vacíos con palabras, nos entendíamos. Sin más.

Nunca más se habló de él. En aquella casa nadie le nombró. Como si nunca hubiese existido. Y ahí aprendí también, aunque no de él, un mal endémico de esta familia: fingir que al no nombrarlo no existe y no duele. Enquistar el dolor, hacerlo parte de uno porque sí, por orgullo y por estupidez. Aprendí que de él y de mi abuelo, como ya no vivían, no se podía hablar. Y me dediqué a hablarle en sueños, donde me guiñaba un ojo mientras le abrazaba, y a escribirle en papeles que luego arrugué.

Cada vez que veo a mi perro a los ojos me acuerdo de él, de aquel oso negro que vino de Cuba y de aquella mañana en la cocina vieja decidiendo si el perro debía llamarse Epi o Blas. De su diplomacia con una testaruda niña de seis años para convencerla de que sería Yackey. Aquella mañana en la que lloré diciéndole que nunca tendría un perro y de cómo me puso la mano en el hombro y me dijo que algún día lo tendría, que encontraría un perro tan solito como él y yo y que entonces debía quedármelo. "E así, tan soliños os dous, nunca estaredes solos".

Y es que, por muy pronto que se vaya la gente, siempre te deja lecciones de vida. A mí, mi tío me dejó el amor por Sabina en cuatro casettes y la pasión por la fotografía en dos álbums de fotos.


Llevo veinte años con un gracias en la boca.

No hay comentarios :

Publicar un comentario